Hoy he comido en Madrid. Un dato, este, que podría pareceros sin importancia, banal. Sin embargo, para mi, comer con mi amiga Marta es siempre un placer. Hemos estado hablando de lo divino y de lo humano. En las casi cuatro horas que hemos estado juntos nos ha dado tiempo de ponernos al día. Por fin.
Entre otras cosas, claro. Hemos hablado de la cárcel. De cuando pasé por la cárcel. Ella, que es madre, me ha preguntado, a bocajarro, cómo se tomó mi familia el hecho de que ingresara en la cárcel. Por error, pero en la cárcel.
Con total sinceridad le he comentado que llevaba un tiempo dándole vueltas a esa pregunta sin llegar a saber muy bien la respuesta y que desde hacía solo unos días, después de visitar la exposición del proyecto fotográfico “Desaparecidos”, de Gervasio Sánchez, era capaz de responder a esa duda.
El caso es que antes de ir a la citada exposición pedí al autor, a través de twitter, algún consejo a la hora de encararla, de verla. Gervasio, muy amablemente, me respondió: “En el drama de los Desaparecidos lo mejor es ponerse en el lugar del Otro para sentir lo importante que es la memoria”.
Así, como le he comentado hoy a Marta, fue allí, en la exposición, cuando pude comprobar que, salvando las distancias, yo fui un desaparecido para mi familia y mis amigos durante un mes. Concretamente entre lo días 15 de junio y 12 de julio no tuvieron noticias mías. Ninguna.
Por primera vez, y tras seguir el consejo de Gervasio, me di cuenta de la angustia que mi familia tuvo que sentir. Sé que llamaron, infructuosamente, a todos los hospitales de Roma para preguntar por mi. Sé que llamaron, en repetidas ocasiones, a la Embajada y al Consulado de España en Roma. Sé que Sarit viajó a Madrid para preguntar en la Embajada de Italia sobre mi, al igual que también lo hizo en la Embajada de Italia en Israel. Sé que movieron cielo y tierra para localizarme. Y nada. Ninguna noticia mía. Para mi familia me había tragado la tierra. Para mis amigos, había desaparecido.
Mientras el fin de semana pasado veía las fotografías de los enseres personales de personas desaparecidas en zonas de conflicto, me vino a la cabeza la imagen de Sarit, o de mi madre, o de mi padre, o de alguno de mis hermanos doblando una de mis camisas y oliéndola para percibir si aún tenía algo de mi olor. Una imagen tan tierna como dura. Intenté meterme en la cabeza de las personas que han desaparecido. Comprendí el dolor, la angustia, el desasosiego que genera el no saber, el que te ronde una u otra idea en la cabeza sin poder verificarla. Debe ser horroroso.
Sentí, en primera persona, todas aquellas sensaciones negativas que durante tanto tiempo tuvieron que vivir mis familiares, mis amigos, la gente que me quiere. Y lloré. Mucho.
Recordé las palabras que Sarit me escribió en una de sus primeras cartas y que me repitió de viva voz el primer día que nos vimos, una vez que yo había sido puesto en libertad: “No me entiendas mal pero el saber que estabas en la cárcel supuso un alivio para mi. Al menos tenía la certeza de que estabas vivo y conociéndote sabía que tenías los recursos necesarios para que no te pasara nada”. A lo largo de estos últimos años, sin querer, he enterrado en la memoria este tipo de frases; este tipo de sensaciones.
Gracias, Gervasio, por desenterrarlas.
Gracias, Marta, por no permitir que se vuelvan a esconder.